Los que hacen “inteligente” a la IA ya no la quieren en casa: qué vieron por dentro


La inteligencia artificial (IA) se volvió parte del paisaje diario casi sin aviso. Está en el celular, en las plataformas de streaming, en los buscadores y en los sistemas que organizan el trabajo. Muchas de esas funciones operan en segundo plano, sin que el usuario tenga del todo claro cómo funcionan ni qué información procesan.
El foco estuvo puesto en los beneficios, ya que la IA prometía agilizar tareas, reducir errores y mejorar la productividad. En ese contexto, su expansión fue rápida y poco resistida. Por esta razón la IA se sumó rapidamente a la vida diaria de las personas.
Pero en los últimos tiempos empezó a aparecer una reacción inesperada. No viene de sectores que históricamente desconfían de la tecnología, sino de quienes participaron activamente en su desarrollo. Personas que entrenaron modelos, ajustaron algoritmos y trabajaron con datos a gran escala empezaron a tomar decisiones distintas puertas adentro.
Algunos limitaron el uso de asistentes inteligentes en sus casas. Otros directamente optaron por no tener dispositivos con inteligencia artificial en el hogar.
El cambio de postura no fue inmediato. Llegó después de años de trabajo técnico con modelos cada vez más complejos. Desde ese lugar, la inteligencia artificial deja de verse como una caja mágica y pasa a ser un sistema lleno de matices, límites y zonas grises.
Quienes entrenan estos modelos saben que no “piensan” ni “razonan” como una persona. Funcionan detectando patrones a partir de enormes volúmenes de datos. Esa capacidad, que es su mayor fortaleza, también genera inquietud cuando se traslada a la vida cotidiana.
En el entorno laboral, esos procesos están acotados. Hay objetivos claros, controles y equipos que monitorean resultados. En casa, en cambio, la IA se mezcla con hábitos personales, conversaciones privadas y rutinas diarias.
Ahí es donde muchos desarrolladores empezaron a marcar distancia. No por miedo a un escenario extremo, sino por la dificultad de entender —incluso para ellos— cómo y por qué un sistema toma determinadas decisiones.
Uno de los puntos que más se repite entre especialistas es la dependencia silenciosa. La inteligencia artificial ofrece soluciones rápidas y recomendaciones constantes. Qué mirar, qué leer, qué comprar, cómo organizar el día.
Al principio, esa ayuda parece inofensiva. Con el tiempo, algunos notaron que dejaban de tomar decisiones simples sin la mediación de un sistema automático. No era un problema técnico, sino una cuestión de hábitos.
Por eso, varios optaron por desactivar funciones inteligentes en dispositivos domésticos o por no incorporarlas directamente. La idea no es rechazar la tecnología, sino elegir cuándo usarla y cuándo no. Desde adentro del sector, la advertencia es clara ya que cuanto más natural se vuelve la IA, más fácil es dejarle espacios que antes eran propios.
Trabajar con inteligencia artificial también implica convivir con sus fallas. No con errores espectaculares, sino con desviaciones pequeñas, difíciles de detectar. Sesgos en los datos, asociaciones incorrectas, interpretaciones forzadas.
En un laboratorio o en una empresa, esos problemas se estudian, se corrigen o se ajustan. En el uso cotidiano, muchas veces pasan desapercibidos. El sistema funciona “bien”, pero no necesariamente de la mejor manera.
Además, los desarrolladores saben cuántos datos hacen falta para que un modelo sea eficiente. Y también de dónde salen esos datos: hábitos de consumo, horarios, preferencias, formas de hablar, incluso silencios. Datos que son fácilmente recolectados por la IA una vez que se usa de manera cotidiana dentro del hogar.
Fuente: www.clarin.com



