“Lo perturbador es que el antifascismo sea polémico”


Quisimos que el espectador se sintiera seducido por Mussolini, pero también capaz de cuestionar esa seducción”, dice Joe Wright. Esa tensión –entre fascinación y repudio, entre historia y presente– guía a “Mussolini: hijo del siglo”, la serie italiana que el director británico famoso por su versión de “Orgullo y Prejuicio”, entre otras épicas, filmó en los estudios Cinecittà, los mismos que el propio Duce fundó en los años treinta y que pasan todos los días a ser cada vez más una pieza fundamental de la historia del cine. Basada en la novela de Antonio Scurati, la producción sigue los años que preceden al ascenso del líder fascista, desde 1919 hasta 1925, en un relato de ocho episodios atravesado por el artificio y la distancia crítica. Wright, también reconocido por “Expiación, deseo y pecado” y “Las horas más oscuras”, y Luca Marinelli, premiado por su papel en “Martin Eden” y en “Las ocho montañas”, conversan con PERFIL sobre la ambición de representar un monstruo histórico sin despojarlo de humanidad, y sobre los peligros de un mundo donde, según Wright, “el antifascismo puede resultar demasiado controversial para algunos”.
—Joe, tu estilo visual suele ser elegante, poético. En esta serie, sin embargo, hay algo decididamente antinaturalista, casi operático.
JOE WRIGHT: El libro de Scurati tiene una estructura de collage: mezcla cartas, artículos periodísticos, telegramas y momentos de ficción. Era absurdo fingir que lo que el espectador ve es “real”. Soy un admirador de Bertolt Brecht y me interesa el contraste entre la distancia crítica y la empatía. Quería que el público se sintiera atraído por Mussolini hasta cierto punto y, luego, se viera obligado a cuestionar esa atracción. Que se preguntara por qué. Esa incomodidad era esencial.
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—Luca, interpretar a Mussolini implica entrar en una figura temida, casi demonizada. ¿Cómo se encara algo así sin justificarlo ni caricaturizarlo?
LUCA MARINELLI: Fue un proceso conjunto con Joe y con todo el equipo. Recibí un guión excepcional, lleno de información, y trabajé también con la novela. Nos propusimos quitarle etiquetas como “monstruo” o “loco”. Mussolini fue un hombre de su tiempo, un ser humano que eligió un camino criminal. Y justamente por eso era importante mostrar su humanidad: para entender de dónde vino el horror.
—La serie parece dialogar con el presente político. ¿Qué sentido tiene narrar hoy el ascenso del fascismo?
L.M.: Es fundamental, porque tenemos una tendencia peligrosa a olvidar. Vemos cómo los partidos de extrema derecha vuelven a crecer y repetir discursos similares. Como italiano, me resultaba vital participar en un proyecto que recordara lo que el fascismo fue, que llevara un mensaje antifascista. Lo más emocionante fue presentarla ante jóvenes en Roma: ver cómo reaccionaban, cómo discutían lo que vieron. La memoria necesita emoción para sobrevivir.
J.W.: Hubo un momento en que estábamos negociando la distribución en Estados Unidos. Una de las plataformas más grandes del mundo nos dijo que amaban la serie, pero que era “demasiado controversial”. Me resultó impactante que el antifascismo pueda ser considerado un tema polémico. Ese dato dice mucho del mundo en que vivimos.
—La banda sonora de Tom Rowlands, de The Chemical Brothers, introduce una energía contemporánea. ¿Por qué esa elección?
J.W.: Fue la primera decisión que tomé. Su música expresa la energía y el impulso que sentí en la Italia de los años veinte, y también en el mundo actual. Pensé antes en el sonido que en las imágenes. Luego todo encajó dentro de ese universo rítmico y eléctrico. Incluso la violencia fue coreografiada desde esa cadencia. Sophie Müller, mi colaboradora, se encargó de esas secuencias y les dio una precisión casi quirúrgica. La violencia, si se la generaliza, pierde impacto. Si es específica, se vuelve real.
—El movimiento en pantalla tiene algo coreográfico, entre teatral y físico.
J.W.: Cada cultura actúa de un modo distinto. En Inglaterra el enfoque viene del texto, de Shakespeare; en Estados Unidos, de la psicología; y en Italia, de la commedia dell’arte, que es profundamente física. En el set poníamos música todo el tiempo –sí, The Chemical Brothers– porque el ritmo decía más que cualquier instrucción. Si intentás “hablar” del movimiento, no funciona: es como intentar bailar arquitectura.
L.M.: Sí, bailamos. Esa es la mejor definición. Yo observé mucho material de archivo, la propaganda, los discursos. Mussolini era extremadamente teatral, cada gesto era deliberado, una puesta en escena de sí mismo. En el rodaje me sentí parte de una orquesta dirigida por Joe. Mi instrumento era el cuerpo del personaje, su ritmo interno, su manera de ocupar el espacio.
—El artificio, las proyecciones, la ruptura de la cuarta pared: todos esos recursos impiden al espectador quedarse cómodo. ¿Era una manera de evitar el riesgo de fascinación?
J.W.: Exacto. No queríamos que la serie se sintiera como una reconstrucción histórica naturalista. Mussolini fue un personaje mediático, performático, un maestro del espectáculo político. Usar pantallas, espejos, retroproyecciones, hablar directamente a cámara, era reflejar su teatralidad. Pero también era una advertencia: la manipulación de las masas no ha desaparecido, solo cambió de formato.
—Luca, tu transformación física es impactante. ¿Cómo viviste ese proceso?
L.M.: Fue difícil. Subí de peso, me rapé, llevé prótesis que me cambiaban el rostro. Pero lo más duro fue sostener esa mirada interna. No quería imitarlo: quería sentir el vértigo de un hombre que se convence de ser el destino de un país. A veces, después de filmar, me quedaba en silencio durante horas. No era admiración, era miedo.
—Joe, tu filmografía suele girar en torno al poder, la ilusión, la manipulación. Perot también se ánima siempre cierta caligrafía de la imagen, a cierta belleza, cierto uso del artificio para que el mismo brille. ¿Cómo jugaste o te planteaste ese dilema a la hora de algo con base real y que implica un terreno político más peligroso?
J.W.: Quizás eso mismo. Siempre me interesa observar cómo las personas se engañan a sí mismas. Mussolini fue un maestro en el arte de la auto-ficción. Adaptar a Scurati me permitió explorar la frontera entre el carisma y la mentira, entre la puesta en escena y la fe. Y, claro, también la pregunta que nos atraviesa a todos: ¿hasta dónde somos responsables de los monstruos que elegimos creer?
Fuente: www.perfil.com



